lunes, 27 de septiembre de 2010

El futuro religioso del hombre (VIII)



Las ciencias giran en torno a lo universalmente observable y mensurable, mientras que la fe se ocupa de lo singular e irrepetible.

Armando de la Torre

“El futuro”, oí decir una vez, “es hoy”.

Cuando el viajero visita el monumento que honra la memoria de Séneca en Madrid, inscrita en su base encuentra una cita suya de dos mil años de antigüedad. No tengo, lamentablemente, el texto escrito ante mis ojos, pero sí retengo su idea central: “¡Cuántas tierras nuevas, cuántos pueblos desconocidos, cuántos misterios del cosmos descubrirán las generaciones futuras que la de hoy ni siquiera sospecha!...”.

A juzgar por ciertos astrofísicos y por algunos otros atrevidos escritores de ciencia ficción, la supervivencia de la raza humana está en juego al mediano plazo, ya sea por el posible impacto de un meteorito, o por los rayos gamma de una supernova suficientemente próxima o, más sofisticado aún, por una masiva irrupción de gas metano desde las profundidades de los océanos...

Todo ello sumado a las advertencias de los inevitables profetas barbudos que merodean por las calles con pancartas que nos anticipan, gratuitamente, que “nuestro final está próximo”.

Francamente, poco me importan.

En cambio, sí me apasiona la idea de los viajes interplanetarios. Y si llegáramos a reconocer durante alguno de ellos formas de vida muy distantes y ajenas a la nuestra, mejor aún, que además en las que pudiéramos reconocer una conducta “racional”, lo consideraría el logro de los logros en la entera historia de la humanidad, ahora tan ensimismada en nuestra evolución cósmica desde el “Big Bang”. Aunque, no obstante Carl Sagan, tampoco pueda nadie arrancarme de la imaginación una terca incredulidad…

En todo caso, lo más estimulante está en que nuestra razón “logre” sobrevivir a cualquiera de las hecatombes anunciadas. Y es eso, precisamente, parte medular de lo que nos promete la revelación judeocristiana.

De siglos fluye la disputa sobre la confiabilidad de los conocimientos que acumulamos a través de las ciencias experimentales y la de aquellos otros que aceptamos, o por analogía derivamos, de los hechos históricos que enhebran el dilatado proceso del mensaje judeocristiano.

En una última versión (la popperiana) se afirma que tanto las ciencias como la Revelación descansan sobre hipótesis o teorías sujetas a ser falseadas. Pero con “funciones” enteramente diferentes entre sí: pues las unas buscan predecir, mientras la fe, por el contrario, revelar, a partir de perspectivas previamente insospechadas, sobre quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos y para qué.

Las ciencias giran en torno a lo universalmente observable y mensurable, mientras que la fe se ocupa con exclusividad de lo singular e irrepetible. Las primeras se ubican en el mundo de la necesidad y son verbalizables matemáticamente; la segunda, en el de la libertad, que conecta al hombre con su Creador pero sólo referible a través de símbolos y metáforas.

Dos dimensiones, pues, contrapuestas: las finitas y la infinita.

Por supuesto, respecto a cualquiera de ellas siempre cabe la duda del apóstol Tomás: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en sus agujeros y… mi mano en su costado, no creeré”.

De repente, empero, los físicos quánticos del siglo XX se nos adelantaron con “el principio de incertidumbre” de Werner Heisenberg y así, por la vía de lo irreduciblemente probable y jamás apodícticamente cierto, “Dios” —en alusión a Einstein— “hasta puede jugar a los dados”…

Lo que me trae a aquella otra aguda observación de Kant de haber querido demostrar con precisión “los límites de la razón” para abrirle espacio a la fe, es decir, en su caso, a la fundamentación metafísica de los valores.

Ciencia y fe no son, pues, ni lo podrán ser, equivalentes a un contraste entre lo objetivo y lo subjetivo, o entre lo categórico y lo meramente posible, lo racional o lo injustificable, ni tampoco reducibles respectivamente a lo abstracto o a lo intuitivo, sino que son dos modos paralelos del conocimiento, ambos enteramente genuinos.

Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo XXI", el día domingo 26 de septiembre 2010.

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