martes, 18 de mayo de 2010

Honorabili... ¿qué?


Pedro Trujillo:

El pasado proceso de elección de magistrados de la CSJ se empantanó por lo mismo que ahora se atasca la designación del fiscal general: la honorabilidad de los candidatos. Aunque hay una sentencia reciente de la CC que contiene algunos lineamientos para delimitar el concepto de honorabilidad, este no deja de ser una percepción, una sensación, y por tanto subjetivo y propio de cada persona.


Ello implica que cada quien tiene su particular criterio, independiente y no necesariamente coincidente con el de otro. Hay valores universales asociados al derecho natural que nos hacen rechazar por igual el asesinato, el robo, la violación, etcétera, pero también hay otros relacionados con la religión, la cultura o las experiencias propias que nos hacen percibir de distinta forma situaciones personales y sociales: el divorcio, la forma de vestir, etcétera. La mayoría de las constituciones occidentales han evitado incluir el tema del honor, los tribunales de honor —España los prohíbe— o la honorabilidad sustituyéndolo por el profesionalismo y los méritos, con alguna discusión sobre el prestigio del candidato, pero enmarcada en el proceso selectivo y no ordenada por la Carta Magna.

Guatemala sí lo hace, lo que da pie a conflictos permanentes, porque cada grupo cree tener la razón. Primero, están los de la llamada “sociedad civil”, que protestan y vociferan sin que nadie haya constatado cuál honorabilidad y qué criterio tienen muchos de los que la exigen a gritos. Segundo, los decanos de ciertas universidades que no han enfrentado necesariamente un proceso en el que hayan tenido que demostrar la suya para ocupar esos puestos que les permiten elegir a gente “honorable”. Tercero, el presidente de la Comisión de Postulación y de la CSJ, quien al poco de tomar posesión del cargo se fue de vacaciones a Brasil con su secretaria y tuvo que devolver fondos públicos. Ahora, sorprendentemente, se pronuncia sobre quienes son “los honorables”. Cuarto, la Cicig, integrada por funcionarios internacionales que la reclaman y la cuestionan cuando esa cualidad no figura en las constituciones de España, Argentina, Chile, Colombia, Perú o Costa Rica —por ejemplo—, origen de muchos de los que se afanan en promoverla sin haber tenido la experiencia previa de exigirla o debatido en torno a la misma. La guinda la pone el presidente, quien debe de elegir al “más honorable” de los propuestos cuando la Constitución no le exige a él esa cualidad para llegar al poder, lo que posibilitó que llegase a la presidencia —ahora encarcelado— un confeso de asesinato que elegía a fiscales “honorables”.

Podríamos continuar con las barbaridades, pero detengámonos. Mejor prestemos atención a las cualidades profesionales y a aspectos objetivos: no haber sido condenado o procesado por delitos de alto impacto, ausencia de antecedentes penales y otros. O bien: tiempo de ejercicio profesional, libros publicados, cargos desempeñados, etcétera; es decir, elementos que no puedan ser cuestionados de esa manera tan ingenua e interesada por actores que no están “honorablemente certificados” y que tienen su propio candidato.

Los clásicos españoles del Siglo de Oro resolvieron esto del honor: El honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios, dijo Calderón por boca de un político: El alcalde de Zalamea. Siglos después seguimos con el estigma de la conquista sin haber avanzado mucho, aunque eso nos sirve para generar, en ciertos momentos, conflictividad interesada y no tan honorable.

Artículo publicado en el diario guatemalteco “Prensa Libre”, el martes 18 de mayo de 2010.

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