lunes, 31 de mayo de 2010

Oportunidad perdida


¿Planeamos para el corto o el largo plazo, con vistas a las próximas elecciones o a las próximas generaciones?

Armando de la Torre

La ley 16-2010 sobre alianzas público-privadas en infraestructura económica (o más sencillo, de “concesiones de servicios públicos”) debería ser vetada por el Presidente.
En un espacio tan pequeño como el de esta columna no puedo ofrecer una enumeración pormenorizada sobre las razones para tal veto. Pero me permito adelantar algunas de las que creo más importantes.

En primer lugar, la mencionada ley incluye principios rectores que no son del reconocimiento universal. El “decálogo” por el que pretende regirse, además de sólo aludir de paso a la transparencia que hoy se requiere en todas partes, incluye supuestos adicionales como los de “rectoría del Estado”, auditoría “social”, rentabilidad (no menos “social”), eficiencia económica, distribución de riesgos, temporalidad, responsabilidad fiscal y fiscalización que no son parte del vocabulario habitual al respecto sino mera verbosidad política chapina (o más bien, de la Segeplan).

Tampoco particulariza los mecanismos apropiados para el cumplimiento con los principios de “transparencia”, rendición de cuentas y sostenibilidad que habrían de ser parte ineludible en semejante legislación y no aparecen en ella.

Ni hace referencia alguna a la asequibilidad de las tarifas únicas a cobrar al usuario promedio, que haría imposible engendros como las llamadas “tarifas sociales” que aplica el INDE (y en violación del artículo 4o. de la Constitución).

La ley, encima, deja un enorme vacío (cual un “hoyo negro” en el espacio) en lo que respecta a derechos y obligaciones tanto de la autoridad contratante como de la agencia subcontratante y del concesionario privado. Se habla, eso sí, de “funciones”, de “responsabilidades”, pero al margen de un genuino vínculo contractual.

Ni menciona las modalidades de contrato, que suelen conocerse en castellano por sus siglas C.E.T. (Construcción-Explotación-Transferencia) y, muy sorprendente, hasta carece de una determinación precisa para la fecha del inicio de la vigencia legal de los contratos.
También deja a oscuras las causales de incumplimiento por cualesquiera de las partes, lo que haría de veras imposible hasta la configuración del contrato mismo.

Además, esa ley debería incluir un procedimiento específico apropiado de sanciones para los casos de incumplimiento de contrato y no remitir a las partes a la “legislación vigente”, pues sabemos que los jueces de nuestros tribunales ordinarios no se hallan en su mayoría preparados para resolver sobre los mismos.

Y dada la experiencia múltiple en Guatemala de obras inconclusas o abandonadas, la ley debería añadir una cláusula sobre la “reversión de bienes”. Porque si se halla que el concesionario desiste de concluir la obra concesionada, o de mantener el servicio, ¿a quién se revertirán los activos del proyecto una vez vencido el plazo pactado?

La Unión Europea, y en especial Francia, cuyas intromisiones en nuestro derecho interno han sido toleradas por décadas —a mi juicio por un injustificado complejo guatemalteco de inferioridad—, han sido, sin embargo, pioneras a emular en el uso de esa figura de la “concesión” de servicios públicos. Lo constaté en mis 14 largos años por aquellas latitudes. También lo viví durante mis 10 años en los Estados Unidos, donde parecida figura se reconoce como “alianza” público-privada (public utility). Ambos matices de una misma intención por el bien común según sus respectivas tradiciones legales.

Este nuestro intento, empero, no ha sido feliz. Opino que queda mucho por aclarársenos y que el texto es confuso, rudimentario y susceptible de las peores interpretaciones, de acorde al proverbio “hecha la ley, hecha la trampa”.

Es una recurrencia más del eterno dilema del hombre: ¿planeamos para el corto o el largo plazo, con vistas a las próximas elecciones o a las próximas generaciones, guiados por el interés efímero de unos pocos o por el justo bienestar de todos?...

Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo XXI", el día domingo 30 de mayo del 2010.

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