viernes, 13 de agosto de 2010

Un hombre bello

No se impone. ¿Por qué habría de hacerlo, si ha prescindido de la fuerza bruta?

Karen Cancinos

De su mano derecha salen rayos —pero no cualesquiera, sino unos elaborados con fibra óptica— que tienen una función más que meramente estética: simbolizan la razón, esa facultad que nos asiste tan solo a los seres humanos y que ha iluminado este mundo en el que vivimos aún. Sí, aún. Pero no porque suscriba yo la visión apocalíptica que insisten los agoreros en pregonar (a la par que buscan rentas, los muy farsantes, en nombre de la ecología).

Escribí “aún” porque no sabemos si en el año 3000 nos circunscribiremos a habitar tan solo este mundo… ¿habrán para entonces capitulado otros planetas ante las acometidas humanas, facilitadas por colosales avances tecnológicos? No tengo razón para pensar que eso es imposible.

El hombre bello que visité la semana pasada tiene los ojos abiertos. Le brillan. De inteligencia, de anhelo emprendedor, de una determinación que nada tiene de tozudez infantil, y sí todo de varonil arrojo. Su mirada es límpida y segura, pero a pesar de dirigirse en un ángulo de 45 grados hacia arriba, no es arrogante. Porque ese hombre no se impone. ¿Por qué habría de hacerlo, si ha prescindido de la fuerza bruta? Tiene conciencia y además, consciencia: sabe que sabe. Nada más lejos de él que el salvaje que, garrote en mano y gruñidos propios de un léxico de apenas 100 vocablos, busca aplastar el cráneo de su oponente (sus versiones contemporáneas abundan en la fauna politiquera iberoamericana actual).

Nuestro hombre, elaborado con grafito, tiene los músculos bien definidos pero no es un sansón bruto que sucumbe ante cualquier apetito carnal, ni un fortachón de rústicos alcances. En realidad su belleza corporal es reflejo de la brillantez de su interioridad y del refinamiento de su mente. De hecho, su cuerpo ni siquiera se muestra al completo pues está emergiendo de una plancha de acero con remaches que sugieren, la primera, un teclado de computadora, y los segundos, una reminiscencia de la industrialización que apuntaló a Occidente como faro de la humanidad.

“Emerger” es la palabra apropiada para la acción que sugiere el magnífico Hombre tecnológico, la escultura de Walter Peter que se encuentra en el vestíbulo del Campus Tecnológico en Cuatro Grados Norte. Emerge del oscurantismo, del uso de la fuerza a la que siempre acuden los patanes, los tiranos y los zopencos, que no saben interactuar de otra manera.

El Hombre tecnológico traspasa el obstáculo en forma de plancha de acero, para luego emerger, lleno de seguridad, a un mundo que sabe suyo. Un mundo que, por cierto, aparece en su mano izquierda, elaborado con cristal. No es una simple bola: si la ve con detenimiento, apreciará un mapamundi en ella. El continente americano es el primero que salta a la vista, y no por capricho: sugiere que el futuro se pinta, o puede pintarse, aquí.

La luz LED de los rayos de fibra óptica le pega a la esfera y forma un reflejo de eclipse en la pared. Algo muy hermoso de ver, en verdad.

Mi entusiasta descripción de este bello trabajo escultórico no es un reduccionismo tecnologista: no soy de las que piensan que los robots nos reemplazarán. Celebro no solo esta obra de Peter —preciosa, eso sí— sino la concepción de persona que sugiere pues, ¿de dónde viene proviene todo avance tecnológico si no de la potencialidad que nos es propia? ¿Qué más humano que la tecnología?
Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo XXI", el día viernes 13 de agosto 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario