martes, 24 de agosto de 2010

De 1215 a 2010


Las garantías constitucionales son mucho más que incómodas limitaciones al poder arbitrario del soberano. Son, en efecto, lo que separa a las personas libres de las sometidas. En la medida en que permitamos que los políticos de turno en el poder las socaven, en esa medida estaremos cavando nuestra propia tumba.

JOSÉ RAÚL GONZÁLEZ MERLO

El 15 de junio de 1215, en un prado llamado Runnymede, en la actual Inglaterra, el rey Juan I se vio obligado a firmar la Carta Magna. Un documento que limitaba sus poderes discrecionales otorgando ciertos derechos a los anglosajones que ni siquiera el Rey podría violar. Más de 500 años después, los estadounidenses enmendaron su constitución para agregar el Bill of Rights, un conjunto de derechos anteriores y superiores al Estado. Trescientos años después, nuestra Constitución también recoge ciertos derechos inalienables.

Llevamos 800 años de historia lidiando con esa perniciosa maña de los gobernantes de querer privar o disminuir nuestros derechos básicos. Puede ser un vicepresidente que lleve a juicio penal a una periodista por ejercer su derecho a la libre expresión del pensamiento, o un presidente que trate de criminalizar las opiniones adversas de los disidentes. Puede ser también un director de la Cicig que llame “conspiración mediática” a las legítimas críticas de su gestión y considere nuestras garantías constitucionales como un obstáculo a la eficacia de su mandato. O, más recientemente, con la llamada ley de extinción de dominio, la molestia de tener que cumplir con el requisito del debido proceso, la presunción de inocencia, la propiedad, la privacidad de documentos, la irretroactividad de la ley y la igualdad ante la ley, antes de poder confiscar bienes malhabidos. Ciertamente que, desde la perspectiva del soberano que detenta la autoridad, las garantías constitucionales son un obstáculo a su “eficiente” gestión.
Pero no son un adorno; están ahí, precisamente, para ser obstáculo de sus arbitrarios e ilegales deseos; obligándolos a respetar el debido proceso. Así fue en 1215 y así debe ser en 2010.

Salvo una revolución violenta, los derechos constitucionales no se pierden de la noche a la mañana; normalmente se erosionan paulatinamente. Como aquella parábola que recomienda subir, poco a poco, la temperatura para cocer a la rana en vez de simplemente tirarla al perol de agua hirviendo. Así es como la astucia del gobierno de turno erosionará nuestros derechos constitucionales. Tristemente, lo logrará gracias a nuestra cobardía, indiferencia, indolencia y estupidez, al no darnos cuenta de que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”. Bien dijo Thomas Jefferson: “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Vamos tarde. Tardísimo.


Artículo publicado en el diario guatemalateco "Prensa Libre", el día martes 24 de agosto 2010.

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