lunes, 14 de junio de 2010

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Manuel Ayau ha sido más que un genial y valeroso autodidacta, al estilo de Adam Smith o de David Hume.

Armando de la Torre

Manuel Ayau ya tiene asegurado un sitial eminente en Iberoamérica, más aún, una mención honorífica en la historia mundial de la Libertad.

Nadie como él ha logrado trascender las fronteras patrias con el mensaje ético sobre la responsabilidad de cada quien de crear riqueza dentro de los cánones de las mejores tradiciones de Occidente, y sobre bases rigurosamente científicas de una férrea lógica interna.
Todo germinó en aquel momento en que como joven ingeniero mecánico guatemalteco tuvo sus primeras experiencias laborales en la América del Norte y al contrastarlas con las de su natal Guatemala se hizo la pregunta seminal: ¿Por qué somos pobres?

Fue el acertijo que lo ocupó durante los primeros años de intensas reflexiones y para el cual hubo de hallar muy pronto, por sus propias luces, la respuesta apropiada: “La pobreza no tiene causas; es el estado natural del hombre. La riqueza, en cambio, sí las tiene, y merecen ser escudriñadas”.

Por suerte, esa inquietud le llevó a tropezar casi de inmediato con la figura y el pensamiento de Ludwig Erhard, el “padre del milagro económico alemán” (el primero entre otros de la postguerra). Ya de antes había establecido contacto tanto intelectual como personal con expositores más recientes del liberalismo clásico tales como Henry Hazlitt, William Hutt o Leonard Read. Pero sus mentores más concluyentes habrían de serlo aquellos personajes cimeros de esa corriente de análisis económico, para entonces casi del todo apagada, que había iniciado en 1871 Carl Menger y a la que se habían sumado muchos otros que trabajaron sobre las mismas premisas, integrados bajo el nombre genérico de Escuela Austríaca. De esta tendencia fueron en especial de resaltar Ludwig von Mises y Friedrich August von Hayek, de quienes fue anfitrión en Guatemala al igual que de grandes luminarias de la Universidad de Chicago como Milton Friedman, por ejemplo.

Manuel Ayau ha sido más que un genial y valeroso autodidacta, al estilo de Adam Smith o de David Hume. Su acendrada pasión por la verdad le ha llevado a erguirse sobre los hombros de tamaños gigantes en los más variados campos del derecho, la política, la filosofía y hasta del arte musical clásico. Más aún, a economistas y juristas ha enriquecido con matices de su propia inventiva.

De ello dan testimonio su prolífica actividad de escritor, sus innumerables conferencias y debates entre lo más selecto del mundo internacional pensante, y de las numerosas distinciones que le han llovido, en particular la Presidencia de la muy prestigiosa Sociedad Mont Pélerin.

En Guatemala nos deja dos instituciones imperecederas: el Centro de Estudios Económicos y Sociales, popularizador de los valores y métodos del pensamiento liberal ilustrado desde 1958, y la Universidad Francisco Marroquín, fundada por él y un puñado de empresarios que le eran afines en 1971, a la cabeza su gran amigo Ulysses Dent.

Esa Universidad en pocos años se ha convertido en un magneto y catalizador cosmopolita de los talentos más diversos y casi punto de peregrinaje internacional para los hombres y mujeres cultos que cuidan de su autonomía personal, como nos lo recomendara en su día Immanuel Kant y lo implementara Guillermo von Humboldt al fundar la célebre Universidad de Berlín en 1808.

Para una juventud actual, estudiosa y de ilusiones cívicas pero sin héroes que emular, el derrotero a seguir se los marca hoy Manuel Ayau (para sus amigos el Muso). Para muchos de ellos es la intrepidez personificada y el símbolo vivo de los valores vividos de su familia en compañía de su bella Olga y de sus hijos, todos hombres y mujeres de bien.

Añádase también de empuje empresarial, de disciplina en el trabajo y hasta de capacidad para quedarse solo antes que sumarse a cualquier corriente superficial de moda. Todo ello, además, sazonado con su exquisito sentido del humor que a ratos me recuerda el de Oscar Wilde. En otras palabras, nadie como el Muso más emblemático de lo que a mis ojos entendió la cultura de los griegos clásicos como los “mejores”.

Ni jamás se ha recluido en una torre de marfil. Aparte de sus éxitos comerciales, se ha fogueado no menos en la competencia del mercado cívico y político. Electo diputado al Congreso de la República y habiendo aceptado la candidatura para la Presidencia o la Vicepresidencia de la misma, nunca ha traicionado sus principios. Quizás su aporte más ejemplar y revolucionario será visto el que le ha ocupado sus últimos años en colaboración con el constitucionalista José Luis González Dubón y otros estudiosos: las reformas a la Constitución vigente de Guatemala, mayormente entresacadas del vasto corpus hayekiano.
Trayectoria inmensamente rica, de productividad incesante. A mi juicio, muy probablemente junto a la figura del Obispo Francisco Marroquín, el contribuyente más egregio a la moderna identidad nacional guatemalteca en las tierras donde floreció al máximo la cultura precolombina de los mayas.

Para estas fechas Manuel Ayau apunta a convertirse en uno de esos escasos prohombres que figurarán entre el patrimonio de la humanidad del futuro.

“Nadie es profeta en su tierra”, nos lo advierte el Evangelio, y de ahí que haya carecido en Guatemala del apoyo y del aplauso que ha recibido, empero, de hombres y mujeres de entre los más aguzados de los cinco continentes.

Por eso ahora, que libra su batalla más encarnizada contra el cáncer, quiero dejar constancia de mi agradecida admiración por este hombre de modales sencillos, de humor ocurrente, de creatividad brillante, aunque algo escéptico de su propia infalibilidad, me permito añadir, como todos los sabios que en el mundo han sido.
Artículo publicado en el diario guatemalateco "siglo XXI", el día domingo 13 de junio 2010.

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