Armando De La Torre
Ese término lo han hecho de actualidad ciertos pensadores liberales contemporáneos desde que James Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986, lo mencionó en su opus magnum El Cálculo del Consenso (1962).
Según ese autor, el lenguaje de la teoría política en Occidente, sobre todo a partir de J.J. Rousseau, ha estado crecientemente sujeto a un lenguaje “romántico”, es decir, aquel que se apoya en el supuesto emocional, poco o nada realista, de que la clase gobernante, y los burócratas a su servicio, son de naturaleza más generosa y desinteresada que nosotros, el resto de los mortales. O sea, que todos los de a pie tendemos egoístamente a anteponer nuestros intereses personales y familiares a los sociales y comunes, pero ELLOS no.
Para Buchanan suponer tal cosa es una aberración. Pues todos estamos moldeados del mismo barro que tiende a privilegiar, en unos más, en otros no tanto, lo que nos toca más de cerca por la sangre o nos afecta más por su vecindad. Esperar, por lo tanto, olvido de los intereses propios en un candidato por el simple hecho de serlo, o que descarte sus planes cuidadosos de superación propia en aras del servicio público es, tristemente, mera ensoñación romántica e inútil. Buchanan atribuye semejante error “antropológico” a otro concepto aristotélico no menos venerado en la tradición que nos legaron los griegos: la idea del “bien común”.
A ese concepto subyace cierta analogía muy seductora: la de comparar la polis, o cuerpo político, con un organismo vivo. A este último se le concibe compuesto de elementos y piezas dispares (órganos, por ejemplo, tejidos, células,…), cada uno a la búsqueda en exclusiva, por su parte, de su bienestar y funcionamiento. Habrá de haber, entonces, algún órgano al que se le encomiende la coordinación de todo ese “heterogéneo” y, también, el bien común de todo el engranaje. De acuerdo a tal símil, al cerebro se le suele asignar hoy la tarea de “velar” por el bienestar y la eficiencia que habrá de ser los rasgos comunes a todos.
Y así, si el médico vela por la salud del enfermo a cambio de sus honorarios, y el ingeniero por los enlaces físicos y las comunicaciones entre los habitantes con cargo a un presupuesto que financian otros, y el arquitecto por dar techo a quienes se lo requieren mediante pagos anticipados, y el panadero, el pescador, el agricultor por darles el sustento diario según la retribución marginal que establece el mercado libre, “alguien” habrá de ocuparse de ese resto de lo que resulta bueno y necesario para todos: impartir justicia por igual en los conflictos tan humanamente inevitables, preservar la paz y la seguridad de todos y cada uno contra enemigos internos y externos, ordenar el tránsito vehicular, establecer sistemas aceptables de pesos y medidas, etc.
La gravedad del problema reside en que ese “cualquier alguien” a cuya responsabilidad se encomiende la satisfacción de tales urgencias “comunes”, será un personaje como cualquier otro, con su idiosincrasia personal, sus preferencias muy particulares, sus antipatías, sus ambiciones, sus expectativas divergentes o en competencia con las de los demás, inclusive con sus respectivas lagunas del saber o las fronteras estrechas de su entender, es decir, un “alguien” siempre imperfecto a quien, sin embargo, se le hace entrega solemne de algún poder sobre los otros. ¿Con cuál garantía podremos contar de que no abusará de ese poder en beneficio propio, o del de otro arbitrariamente de su simpatía?
No existe.
Lo más cercano a lo que hemos llegado avanzar para reducir abusos es lo que hoy se conoce como “Estado de Derecho”.
Este año electoral nos resulta apropiadamente aleccionador: los políticos en el poder reclaman el favor de los votantes bajo un lema que descarada y corruptamente apela al egoísmo más primitivo: “MI familia Progresa”, no el de “la” familia progresa en Guatemala, o “las familias progresan”, sino explícita y exclusivamente “LA MIA”.
Artículo publicado en el diario guatemalateco "Siglo XXI", el día domingo 06 de marzo 2011.
lunes, 7 de marzo de 2011
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