viernes, 11 de marzo de 2011
Chicos patanes y chicas borrachas
Karen Cancinos
Reemplazamos la simple decencia con legislación pomposa, y luego nos preguntamos por qué “los valores” se han ido al diablo.
No vacilé en abrir la puerta del cubículo de la biblioteca universitaria donde dos chicos, casi a grito pelado, sostenían una “conversación” —una suerte de intercambio de gruñidos más bien—, en la que de cada tres palabras que decían, dos eran soeces, o por lo menos altisonantes. No les pregunté si querían tener la bondad de bajar el tono y considerar, quizá, dejar de usar lenguaje vulgar. Simplemente les dije que no me gusta trabajar a la par de patanes y les ordené que se callaran. Lo hicieron, por supuesto. Bruja retrógrada que es una según los ordinarios, entre ellos algunos “comentaristas” de los blogs de aquí, de Siglo Veintiuno.
Por cierto, felicitaciones a este diario por sus veintiún añitos, que no son cualesquiera. Me gusta el cambio en la edición digital: una modificación que me parece muy importante es la exigencia de identificación a quienes quieran participar en las bitácoras de los columnistas. Eso eliminará un montón de insultos provenientes de palurdos que, escondidos en al anonimato, se solazan en su miseria moral injuriando editorialistas, quienes sí firmamos nuestras aseveraciones y asumimos la responsabilidad por ellas.
Ahora bien, mi punto hoy es que los zafios de la biblioteca y los de los blogs no se hicieron en un día. En aras de una malentendida tolerancia, llevamos décadas de estar cediendo terreno ante la grosería y la vulgaridad cuasi delictiva. ¿Por qué? Porque hemos intentado, como sociedad, reemplazar los imperativos de la más fundamental decencia, con leyes. Por ejemplo, en mi adolescencia era impensable que un anciano fuese de pie en un bus. Siempre había alguien que le cedía su asiento. Ahora a las personas mayores se las trata con desdén, pero nos sentimos superiores moralmente porque tenemos “leyes” que “protegen” al “adulto mayor”. Hurra.
Las mujeres que éramos adolescentes en los ochenta y noventa, no ingeríamos enormes cantidades de licor a la par de los hombres con quienes salíamos. Yo nunca fui la mejor portada, de manera que no se me puede tachar de santurrona: era simplemente sentido de auto preservación y, sobre todo, de auto respeto. Además, convenía llegar en buen estado a casa pues lo más probable es que papá y mamá estuvieran esperándola a una allí, no parrandeando por su cuenta con su segundo, tercero o cuarto cónyuge.
Ahora veo señoritas semidesnudas entrando a los antros la noche de viernes. Qué pena me da ver caritas quinceañeras, casi infantiles, con zapatos de meretriz y maquillaje a tono, tan vulgar que hasta el de Zury Ríos en sus anuncios parece el de una dama. A juzgar por sus atuendos, y por lo que leemos en los diarios sobre lo que acontece en discotecas y demás antros, las chicas no solo van a bailar un poco con un vaso de agua mineral en la mano. ¡Ah!, pero nos sentimos muy orondos porque salmodiamos “Feliz Día de la Mujer” cada 8 de marzo —qué civilizados somos, felicitémonos por ello—, y tenemos “leyes” que “protegen” a las mujeres. Hasta palabrejas nos hemos inventado para designar modas: “femicidio”, “derechos reproductivos”, “empoderamiento femenino” y otra sarta de pendejadas que no transcribo por razones de espacio y, más importante aún, de tedio.
Porque fastidia que reemplacemos decencia con legislación pomposa, para luego chillar preguntándonos por qué nuestro país se va por el despeñadero.
Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo XXI", el día viernes 11 de marzo 2011.
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