viernes, 25 de marzo de 2011
Historia de una arpía y un pelele
Karen Cancinos
El pelele se envilecía cada vez más, mientras la arpía continuaba al frente del desgobierno. Pero su ínfula triunfalista duró poco.
El hambre apretaba en el país. Pero a la pareja gobernante no le importaba: ella era una víbora que carecía en absoluto de escrúpulos. Había hecho un matrimonio muy conveniente, pues lo que se parece se junta, de manera que a nadie sorprendía que se hubiese casado con un mequetrefe sin integridad.
Él, con todo y lo monigote que resultó a la hora de hacer gobierno, alguna vez había sido un individuo en quien se habían cifrado esperanzas, no porque en lo personal mostrase grandeza o virtud, sino porque era el último de una seguidilla de gobernantes de un país que no siempre fue independiente: en tiempos había formado parte de un reino más grande.
No duró mucho el entusiasmo con la nueva nación. Sus gobernantes defraudaron las expectativas que había generado el proyecto de país. Uno tras otro, parecían competir entre sí en ordinariez, afán dictatorial e inclinación al latrocinio. La conducción de la cosa pública tomaba rumbos cada vez más repulsivos, y hubo un momento en que todos pensaron que las cosas no podían ser peores. Pero el protagonista de esta historia superó a todos sus antecesores: demostró que era capaz de establecer nuevos bajos en cuanto a farsa, doblez y laxitud moral. ¿Protección de las personas ante los antisociales, mantenimiento de infraestructura y de caminos, impartición de justicia? Nadie sabía decir algo que le importara menos que todo eso. Porque, como el gran mezquino que era, en cuanto paladeó el poder, se mareó y se dedicó a gozar de sus mieles.
Dicen que una mujer puede encumbrar a un hombre o destruirlo. Quizá la valía de este gobernante no era de gran talla y, de todos modos, él nunca hubiese llegado a estadista no por no querer sino simplemente por no poder. Pero, para ser justos, hay que considerar la posibilidad de que su gestión no hubiese causado tanto daño a los gobernados, e incluso hubiese sido aceptable… de haber contado con una esposa que lo hiciera un hombre mejor, en lugar de degradarlo por completo.
No ocurrieron así las cosas, sin embargo. Él capituló por completo ante la vulgaridad de su mujer, su voracidad y su energía para el saqueo. Su afán de poder, tan obsceno que no es para descrito, la hizo temible entre la rosca cortesana, cuyos miembros optaron por transigir, no sea que llegase el día en que la mujerzuela, de un solo tajo, les separara la cabeza de los hombros. Eligieron entonces tomar parte también en la indignidad y se dedicaron a palmotear, con la agresividad propia de los serviles, las bajezas tramadas por la pareja gobernante.
El pelele, cada vez más envilecido, murió, y la arpía continuó al frente del desgobierno del país, como lo había hecho siempre. Soberbia, ridícula, inepta, poco le duró su ínfula triunfalista. Su final fue exactamente el que merecía: la gran despojadora terminó despojada hasta de su miserable carne, que fue devorada por los perros.
Por alguna razón, esta semana he tenido muy presente la historia de Acab y Jezabel. Vea el libro 1 de Reyes del Antiguo Testamento.
Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo XXI", el día viernes 25 de marzo 2011.
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