viernes, 29 de abril de 2011

Para cuando te vuelva a ver


Karen Cancinos

Siempre guardaré en mi corazón ese momento: allí supe lo que se siente llorar de felicidad.

Este texto ya se publicó una vez aquí, en abril de 2005. Todavía no había edición electrónica, de manera que me he tomado la libertad de enviarlo de nuevo, ante la inminencia de la beatificación del querido Juan Pablo II. Aquí va.

“La primera vez que te vi era yo una jovencita con ínfulas de escéptica en materia religiosa. No estaba preparada para tu luz. Cuando el simpático vehículo que te transportaba apareció en el Parque Central, recuerdo que me quedé, ya no en el medio de una frase, sino de una palabra. En lugar de gritar con la multitud, me llevé las manos a la boca y abrí mucho los ojos. Siempre guardaré en mi corazón ese momento: fue allí donde supe lo que se siente llorar de felicidad.

Pronto mi reticencia agnóstica se convirtió en entusiasmo febril. Acompañé a mi madre al Campo Marte, y en el camino, imagina, nos encontramos un autobús tan vetusto que daba la impresión de que en cualquier momento se desarmaría en pedazos. Llamó nuestra atención porque provenía de un municipio muy lejano de San Marcos, nuestro pueblo. Sabíamos que tamaña carcacha había recorrido un camino de por lo menos diez horas. Tenía una gran manta en uno de sus costados, que decía “¡Adiós, tristeza!”. Los pasajeros cantaban “Amigo” de Roberto Carlos, y agitaban banderitas vaticanas y guatemaltecas.

Aquella fría noche de febrero de 1996, logré ubicarme detrás de tu tarima. ¿Cuánto tiempo vi tu cabecita blanca cubierta con solideo? Quizá dos horas. Pero me bastaron para saber que eras más que un líder espiritual con una extraordinaria capacidad de convocatoria y un carisma que ya hubiesen querido políticos y divos faranduleros. Tuve la certeza de que se me había deparado un encuentro con un santo, y me sentí hondamente agradecida.

Entonces empecé a leer sobre ti. Me enteré de que te formaste en el crisol del sufrimiento personal, familiar y nacional. Admiré tus estupendas cualidades de conciliador, políglota y poeta. Cuando supe que tu apodo de la niñez era Lolek, empecé a llamarte así. De hecho, tu última visita a mi país ocurrió cuando recién había empezado a escribir aquí en Siglo.21, y uno de aquellos primeros artículos lo titulé con tu sobrenombre. Una amiga mía, más bien amiga nuestra pues al igual que yo te amaba, lloró al leerlo, y no porque la haya conmovido mi pluma sino porque, al decirte así, se sentía más cerca de ti.

Esa vez pude verte de nuevo, muy fugazmente. Me aposté en la Avenida Reforma y te esperé lo que hizo falta. Tu vehículo pasó más raudo de lo que yo hubiese querido, así que fueron apenas unos instantes los que tuve para contemplarte, frágil y muy cansado. Me di cuenta de que sería la última vez que te vería en esta tierra, pero no me permití entristecerme. Recordé la leyenda de la manta de aquel viejo autobús y afloró un sentimiento que reconocí al instante: la gratitud.

Hoy, con tu partida, dicen que el mundo pesa menos. Así se siente, pero tampoco ahora sucumbiré al pesar, sino que me dedicaré a trabajar intensamente para que, cuando vuelva a verte, pueda contarte que con mis acciones me hice digna de todo lo que pediste para mí. Mientras llega ese día, Juan Pablo II, ayúdanos a reencauzar este mundo que honraste con tu presencia.”

Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo 21", el día viernes 29 de abril 2011.

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